ANTONIO LÓPEZ VALLEJO
Las copas de los pinos que dan sombra al aparcamiento de este restaurante de carretera se mecen suavemente con la brisa amable de mayo, que trae, con su olor a semillas y azahar, el recuerdo de otras primaveras que ya se fueron, que murieron con la llegada de veranos pasados.
Entre las ramas protectoras un coro multirracial de pájaros de todos los colores hinchan su pecho con este aire primaveral que sabe a comienzos, a azúcar, a fantasía, y le cantan a la vida, como queriendo dejar escapar el alma en cada trino.
Desde dentro del restaurante, acodada en el quicio de una pequeña ventana al fondo de la barra, desafiando las normas que nos tensan las cadenas y nos limitan el movimiento, Nuria fuma un cigarrillo, con los ojos cansados y vidriosos de quien se le acabaron las fuerzas y dejó caer los brazos. Puede sentir en su espalda las miradas de algunos de los bebedores solitarios que pueblan el local: camioneros trasnochados, viajantes charlatanes y conductores de paso a ninguna parte, enfermos de soledad, sin fé en el mañana, huyendo de sí mismos, ahogando sus penas en un vaso de licor. Nuria está tan acostumbrada a ellos, a llenar sus vasos y a escuchar sus historias sobre un pasado mejor, que no le hacen mella sus piropos, que no hace caso a sus insinuaciones, que le resbalan sus miradas. Ya todo le resbala y le cansa. Cada nuevo día de trabajo en aquel restaurante es como una piedra que alguien echa sobre el saco que le parece cargar a sus espaldas.
En la cocina, que nunca se apaga, su marido, siempre de buen ánimo, feliz en su papel de cocinero, se esmera en elaborar salsas, en freír huevos, en hacer tostadas y en preparar los menús diarios, ajeno a las soledades de la barra, ajeno a las miradas y a las insinuaciones, ajeno a ella.
Nuria exhala el humo de su cigarrillo, y entre calada y calada sueña con el mar, con escapar, imagina olas y tormentas y, por unos instantes, fantasea con la idea de colgarse de la mirada de uno de aquellos viajeros sin rumbo ni futuro, de responder con un guiño a sus piropos, de dejarse hacer y montar en su coche, y huir, tragar kilómetros y kilómetros sin volver la vista atrás, sin pensar en el mañana, ni mucho menos en el ayer, solo huir y olvidar.
Pero se le acaba el cigarrillo y, dejando tras la ventana a la primavera y las gana de correr, se da la vuelta para enfrentarse con la realidad de clientes sedientos esperando que llene sus vasos, con la mirada de su marido tras la puerta de la cocina, que no la comprende, que la insta a continuar, que no sabe leer en el gris de sus ojeras ni en sus cabellos desarreglados, que no alcanza a ver sus ganas de huir.
Y ella continúa, sin hacer caso a sus ganas. Llena los vasos, escucha las soledades de cada uno, esquiva los piropos y regresa, con un vaso de cerveza en la mano, al quicio de la ventana que da a la calle y a la primavera; enciende otro cigarrillo y, entre trago y calada, Nuria sueña con el mar.
Muy bien desarrollado. Un vida sin futuro. Un mujer que sueña despierta. ¡¡MUY BUENO!! Shalom desde Israel, amigazo
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Muchas gracias. Me alegro de que te haya gustado.
Un abrazo desde España.
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