ALICIA RGUEZ

El mar tenía un color azul índigo intenso. Las olas rompían con violencia en las amuras del barco y dejaban grandes estelas de plata que se agitaban a su alrededor.

Andrés, mareado, caminaba a trompicones por la cubierta del transatlántico hasta que, en un intento desesperado, se aferró con fuerza a la barandilla. No pudo contener las náuseas y vomitó. Tenía la piel húmeda y sudorosa. Se incorporó con dificultad, cogió un pañuelo que llevaba en el bolsillo trasero de su pantalón y se limpió la cara. Entonces, se dirigió al interior del barco y se desplomó encima de un sillón de la sala de fumadores. Durmió varias horas hasta que la algarabía de los pasajeros lo despertó. Salió nuevamente a la cubierta y caminó hacia la proa. A lo lejos, vislumbró la silueta de la isla, inconfundible. Sintió una gran emoción y su corazón palpitó con furia. Tenía la imagen de El Teide grabada en su mente, a pesar de que  hacía cuarenta años que había partido de Tenerife de una manera involuntaria. Se quedó ensimismado contemplando el pico del volcán que se alzaba inmenso y majestuoso sobre un manto de nubes blancas que lo elevaban hacia el cielo. El barco se acercaba irremediablemente a tierra.

Habían transcurrido cuatro décadas desde su desaparición y su único anhelo al otro lado del océano era regresar a su tierra. Lo habían dado por muerto y lo agradecía, pero sentía una culpa inmensa por no haber podido liberar a sus hermanos. Qué habrá sido de ellos, pensaba. Súbitamente, notó la enorme presión en la cabeza, como si llamaradas inmensas le quemaran el interior del cerebro. Esa sensación se repetía desde aquel viernes infausto en el que habían intentado asesinarlo en el patio de la prisión, un lugar repugnante en el que dormían hacinados entre las deformes ratas hambrientas. Desde entonces, escondía un pincho afilado de hierro en el interior del jergón y, en las interminables noches de abatimiento, adormitaba con una mano asida al aguijón.

El barco se aproximó al puerto y la punzada que lo martirizaba se atenuaba poco a poco. Sin darse cuent,a se encontró asustado y confuso cruzando la pasarela que lo conduciría a la isla. Los vientos alisios acariciaron su rostro en señal de bienvenida, agradeció su ternura y se sintió aliviado. Inmediatamente, percibió el aroma de las castañas asadas que venía del otro lado de la calle. Se acercó al puesto y se quedó absorto observando a un grupo de niños que jugaban y correteaban alrededor de los calderos tiznados por el fuego. Compró un cucurucho de crujientes castañas y deambuló entre el gentío que paseaba por La Alameda. El sabor dulzón lo reconfortó, pero estaba abrumado por la gente, en cada rostro veía la imagen de sus hermanos. Exhausto, con miedo, decidió pasear por la ciudad: extraña, peculiar, diferente… una ciudad nueva para él. Le llamó la atención la cantidad de carteles que iluminaban las tiendas, los bares, los restaurantes…

 Se sintió agotado y se encaminó hacia la carretera que conducía al pueblo. Un gran cartel blanco con letras negras lo anunciaba. Esperó, con su petate en el suelo, a que algún vehículo se detuviera.

Pasados unos minutos, paró un flamante camión con una resplandeciente cabina roja y una caja pintada de beige, un Ebro B-45, que lo recogió.

─¿A dónde va amigo?  ─gritó el chófer mientras abría manualmente la ventanilla izquierda.

─Señor, voy al pueblo ─respondió Andrés.                            

─Suba.

El conductor era un tipo amable, un hombre cenceño, de piel morena, con las mejillas hundidas y una llamativa cicatriz que le atravesaba el labio superior. Sus manos eran ágiles y bailaban armoniosas dando vueltas sobre un volante negro e inmenso.

─¡Coja un plátano, hombre!

El chófer le señalaba una manilla que reposaba encima del brillante sillón. Andrés cogió uno, amarillo y con pintitas marrones. Lo saboreó lentamente. El conductor encendió la radio y, en veinte minutos, llegaron a su destino.

─Le invito a un coñac.

Andrés asintió con la cabeza y siguió detrás del hombre hasta que llegaron a una pequeña cantina que estaba situada en la parte trasera de una gasolinera. No había clientes dentro, se acercaron a la barra y pidieron la bebida.

─Me llamo Lolo.

 El camionero extendió su mano para saludarlo.

─Mi nombre es Andrés ─afirmó mientras estrechaba la mano del hombre.

─¿Vive por aquí?

Lolo preguntaba curioso mientras exhalaba una bocanada de humo que fue a parar directamente a la cara descolorida de Andrés.

─No, señor. Busco a alguien.

─Pregúntele a Luis, el camarero, conoce a todo el pueblo ─añadió Lolo palmeándole el hombro con violentas sacudidas mientras reía.

─¿A quién busca? Si es del pueblo lo conozco. En estos tiempos, viven muchos  foráneos aquí.

El camarero limpiaba un vaso con una servilleta de tela blanca.

─Busco a Manuel Chinea, El Bizco ─susurró tembloroso Andrés.

¿El Bizcó, dice? Mal bicho ese. Falleció hace muchos años, lo encontraron muerto en la playa.

─¿Y para qué busca usted a un muerto? ─interrumpió Lolo.

─Es un familiar lejano ─mintió Andrés.

─Vaya al cementerio viejo, ahí lo encontrará. ¡Qué pena de su hijo! No se le pudo enterrar, se ahogó en el mar hace ya demasiados años, al finalizar la Guerra Civil. Algunos pescadores lo vieron aquella noche, corría en dirección al Espigón de los Desaparecidos.

El camarero llenaba los vasos con el elixir del paraíso.

Andrés se estremeció y sintió la punzada que lo atormentaba clavándose en su cerebro. No dijo nada y se fue.

─¡Eh, Andrés! Mañana voy al sur de la isla, por si no halla lo que busca. Allí encontrará trabajo. Lo puedo llevar ─vociferó Lolo desde la puerta del bar.

─Gracias, señor.

Andrés levantó la mano en señal de despedida y se alejó por un estrecho sendero de piedras que lo llevaría al centro del pueblo.

Las farolas permanecían encendidas. No reconocía el lugar, las casas se habían multiplicado y lucían pintadas con colores llamativos. La mayoría tenían más de una planta.Con una sensación de angustia se acercó a la playa en busca de su hogar, anduvo por el paseo que limitaba con el mar y no la encontró. Finalmente, se convenció de que había desaparecido.

La maresía envolvió el  pueblo. Andrés atravesó la calle y se dirigió al cementerio, saltó el muro de piedras y penetró en él, quería asegurarse de que El Bizco estuviese en el mismo infierno. No le resultó difícil encontrar su tumba. Alumbró con su encendedor y observó una cruz de madera maltrecha que sobresalía de la tierra en una esquina del camposanto. Se acercó,  alguien había escrito con letras negras sobre la madera: Manuel Chinea.

Andrés durmió esa noche en la playa refugiado en el interior de un barquito de pesca. Al día siguiente, esperó a Lolo en la cantina. Juntos recorrieron los muchos kilómetros que los separaban del sur de la isla. El hombre transportaba en su camión materiales de construcción que depositaría en una inmensa nave.

Ya estoy viejo, Andrés. Me cuesta descargar el camión ─balbuceó mientras escupía en la tierra árida y cargaba una caja sobre su hombro dolorido.

Andrés ayudó a Lolo en su faena. Después decidieron acercarse a la playa y pasear por los voluminosos médanos. Sus pies descalzos se hundían en la arena y avanzaban con dificultad mientras disfrutaban del paisaje.

            ─Cuénteme el secreto, Andrés. Estoy dispuesto a oír la verdad.

El Bizco era  mi padre, un hombre alto como el mástil de un velero, fuerte y con un ojo medio cerrado; bebía y, en ocasiones, cuando ingería demasiado alcohol, se tambaleaba y caía en la arena de la playa y quedaba como un cachalote varado. Esas noches en las que no dormía en casa, descansaba feliz. Él nos delató, a mis hermanos y a mí, pertenecíamos a una organización obrera y fuimos a prisión.

Una noche de luna creciente, aprovechando un cambio en la guardia de los soldados, escapé y me dirigí al Espigón de los Desaparecidos. Nadie iba allí. Me quedé estupefacto cuando descubrí a una goleta oculta en la oscuridad. La gente subía atemorizada, en silencio, con la esperanza de no ser descubiertos. Aproveché la confusión  y subí a cubierta. Al día siguiente, descubrí que viajábamos cincuenta y seis isleños, huíamos del miedo y la represión que se instalaba en Canarias.

─Lo ayudaré a buscar a sus hermanos, Andrés.

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7 comentarios sobre “Al otro lado

  1. Un relato fantástico. El protagonista representa a muchos canarios que tuvieron que emigrar en una época difícil.
    Felicidades a su autora.

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