ROSA LIÑARES
Era la hora del recreo y estábamos jugando en el patio que daba a la plaza rodeada de edificios. Saltábamos a la comba y paramos a descansar. Hicimos un pequeño corrillo mientras hablábamos y reíamos ajenas a lo que nos rodeaba.
En un momento dado miré hacia el edificio de la esquina; en la ventana del segundo piso una mujer mayor vestida de negro nos observaba con atención. Enmudecimos mirándola. Su rostro estaba serio y arrugado. Nos miraba fijamente sentada desde lo que parecía ser una mecedora. O una silla de ruedas, quizá… No lo teníamos muy claro. Ya la habíamos visto varias veces y nos daba miedo.
Nosotras, llenas de fingida valentía, le mantuvimos la mirada. Descaradas. Desafiantes.
De pronto, sin apartar su mirada escudriñadora, cayó hacia atrás. Como si algo tirase de ella de forma violenta. Y desapareció. Por unas décimas de segundo enmudecimos. Luego gritamos y echamos a correr. Le contamos lo que había pasado a la profesora que estaba de guardia, pero no quiso hacernos mucho caso.
Le mostramos la ventana tras la que habíamos visto desaparecer a la mujer y esperamos durante unos interminables minutos a verla asomar de nuevo. Pero nada. Las cortinas grises y descoloridas permanecían descorridas e intactas. Nada parecía moverse en el interior.
Estábamos convencidas de que algo le había pasado a aquella mujer. Pero cuando regresamos a clase, la profesora que nos estaba esperando, al contarle lo sucedido, nos dijo que en aquella casa no vivía nadie. Sí había vivido una mujer en silla de ruedas, pero había muerto yacía ya unos cuantos años.
Durante días no dejamos de observar aquella ventana por si volvíamos a ver a la mujer de negro, a pesar de que todos insistían en que había sido nuestra imaginación. Pero nosotras la habíamos visto. Y éramos tres. Demasiada casualidad que imaginásemos lo mismo.
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