SHNEY
Un ramalazo silencioso y aterciopelado comienza a reptar por cada uno de mis vasos sanguíneos invadiendo el aparente silencio que se aloja en el cráneo. No hay vuelta atrás, mapa ni hoja de ruta en este viaje al interior de la mente; a extramuros de la coherencia: sólo un túnel resplandeciente que estalla en colores desconocidos o inexplicables. Lo comenzado de alguna manera debiera terminar y este tren no tiene estaciones intermedias que permitan desembarcar pero en todo caso, no es un asunto que me preocupe; las preocupaciones, incluso los latidos del corazón o la respiración pertenecen a otra dimensión que no es ésta y no compartimos el mismo espacio, además; menos la temporalidad o la razón con sus formas y límites euclídeos. La existencia se me antoja como un horizonte en contínua huída. El canto de los pájaros, colgados como ropa puesta a secar en los árboles que se empinan majestuosos hasta alturas de vértigo derramando volutas y pompas de sonido, me arropa en una burbuja bienhechora y comprensiva. Traslúcida, bienhechora y comprensiva.
Caminos, caminos infinitos se extienden en todas direcciones desde ningún centro u orígen. Simplemente están ahí donde mi mente quiere que estén; como mirados desde la perspectiva de una gota de lluvia cayendo en sincronía con otros billones de gotas precipitándose en caída libre, y cada una de sus trayectorias es un camino. Ubicuidad y atemporalidad—me parece escuchar a otro que soy yo—el tiempo y el espacio son una mermelada perfectamente untable en cualquier rebanada de vida. Resplandecientes caminosgotasrebanadas de lluvia. Colores en pulsión constante por emerger en algún punto impredecible de los senderos que ahora son túneles, sinuosos y móviles. Hilillos de mercurio que se transforman, contraen y dilatan al compás de una música que solo yo puedo percibir, no con los oídos—indignos y miserables—sino con cada célula de lo que aún creo es mi cuerpo. Siento que me sonríen y aman y me invitan. Y dudo. No quiero decidir. Eso está más allá de mis posibilidades, sólo quiero navegar por sobre la vaharada embriagadora de la incapacidad y dejarme llevar en su fluidez de abandono.
Los galeones encallan incluso sobre las dunas del desierto escribo con el dedo sobre un tapiz imaginario de sombras y arcilla húmeda. Veo mi sonrisa en un rostro que no es el mío aún cuando es mi cuerpo el que le sostiene y da realidad. Paradoja estrambótica en el camino de ladrillo amarillo.
Una nube invisible transitando por sobre las copas de los árboles los cubre de ténue penumbra.
La penumbra se transforma en sombra y oscuridad de mediodía. Como si un eclipse, sólo apreciable en la Plaza Centenario de mi pueblo, hubiese irrumpido en esa tranquila tarde de jueves. Los transeúntes y funcionarios que trabajan en el hospital que está enfrente, árboles, pájaros —como ropa tendida a secar—, perros, vendedores, niños, kioscos de gaseosas, policías de goma de mascar y alcanfor, circulan, trotan, vuelan indiferentes o permanecen estáticos frente al fenómeno que sólo yo percibo.
Inestabilidad, confusión, extravío.
Lo que comenzó como un lejano eco de la canción In a Gadda da Vida, imperceptible casi, paulatinamente comienza a adquirir el retumbar de un tren gigantesco—ruedas, acero y amenaza— que ocupa todo el espacio audible, rebotando y multiplicándose sin control al interior del yo que con detención y algo de pena me observa sobre la cuerda floja, desde la perspectiva de los árboles y césped, como asustado.
Tal si fuesen infinitas pantallas de cinerama que se precipitan sobre y alrededor mío aplastándome y sofocándome, voy viendo en sucesión vertiginosa miles o millones de imágenes. Las caras de mis amigos que me miran frustrados o rabiosos, mi guitarra, un escenario: Aguaturbia y Los Trapos tocando, la disco Izkra de San Sebastián, un vagón de tren, señales de tránsito en el Sur, la Plaza de Armas de Puerto Montt, un rostro que no consigo identificar que es a la vez todos los rostros de gente que ha cruzado su camino con el mío; Sui Generis, The Green Lions, estatuas, bustos y esfinges; caminando con Pato Lisérgico rumbo a mi casa, frascos de Desbutal y Artane vacíos, una hoja de afeitar cortando venas de la muñeca izquierda; nubes, viento y lluvia; desconsuelo y sensación inenarrable de vacío y saciedad; tumbas formando un círculo que se extiende hasta perderse fuera del alcance de la vista; aves suspendidas en el aire como cruces inertes contrastando con un cielo color rojo sangre; dedos apuntándome, culpa; Los polis del Grupo Móvil persiguiéndome en medio de una nube de gases lacrimógenos, corro, me estrello contra sus escudos transparentes, me ahogo, dolor, nubes oscuras que empiezan a ser tragadas junto conmigo en un torbellino de desagüe…oscuridad, voces apenas inteligibles:
sujétalo…que no se te caiga…ya flaco, cálmate no te asustes…, ¡tranquilízate hueón!…sujétale el brazo que no lo puedo pinchar… los muñones de mi mente poco a poco me sitúan en un espacio físico. Ruido de puertas, voces, objetos metálicos estrellándose contra superficies o recipientes metálicos. Oscuridad, paz y silencio. Lasitud extrema. Percibo débilmente la luz que me llega desde el techo. Estoy boca arriba sobre una cama que no es la mía. Sigo con la mirada un tubo que baja desde una bolsa con líquido dispuesta sobre un atril y que envía, gota a gota, su contenido hasta una aguja incrustada en mi brazo; en el otro, una vistosa venda a la altura de la muñeca señala que algo ocurrió alli y que preferiría no saber qué. No tengo claro cuándo fué pero acabo de cumplir 16 años.
© Pangolín Insomne 2022.-
Interesante… Un viaje tenebroso. Mis saludos.
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Más que tenebroso, horrible. Echando a perder se aprende 😉
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