TANATOS12
CAPÍTULO 7
—Quién quiera que sea no lo tienes en la agenda —dije.
Ella detuvo entonces su sentida y sutil cabalgada, con cara de extrañeza.
—Qué raro. ¿Y qué dice? —preguntó, mostrándome que no tenía nada que ocultar, y yo, aún con mi miembro dentro de su cuerpo, los dos prácticamente quietos, alargué mi mano, cogí su teléfono y se lo di. Sin mirar la pantalla.
Su cara de no entender nada llegó incluso a acentuarse.
—Pues no sé quién es.
—¿Pero qué dice?
—Dice: Perdona que te moleste a estas horas, pero podríamos quedar para comer mañana y me explicas lo de las tarifas.
—¿Qué tarifas? —pregunté.
—Ah, vale. Ostrás… Madre mía… lo de la secretaria esta es de coña, le da mi número a todo el mundo o qué. Ya sé quién es.
—¿Quién?
—Nadie. Un cliente. Un señor. Carlos… O Juan Carlos, no sé… Un pesado… Que primero vino con que igual no renovaba la marca… y ahora que viene con otra o que cambia el logo o yo qué sé. Ya le dije que yo no llevo propiedad industrial, pero dice que quién lo lleva no le gusta. Vamos, un pesado.
—¿Y esto de quedar?
—Pues alguna vez me ha dicho… Se planta por allí sobre la una y no es la primera vez que me dice… algo así como… “bajamos a comer y lo hablamos”, pero claro… es que no como con clientes porque sí, y para colmo que yo no llevo eso.
—Si no llevas esos temas entonces está claro por qué quiere quedar.
María no respondió a eso. No parecía interesada en seguir con el tema.
—¿Y qué le vas a responder? —pregunté.
—Nada, no son horas para escribirle a nadie. De escribirme él a mí, digo. Mañana hablaré con la chica de recepción.
Tras un breve silencio, le escuché decir:
—Se te está muriendo… ahí… tu cosa… —dijo dejando caer el teléfono sobre la cama.
—Normal… has parado.
Me miró entonces, desafiante, liberó uno de los tirantes de su camisón y lo dejó caer sutilmente. Su escote se hizo hipnóticamente obsceno… y alargué mi mano y liberé una de sus tetas, gracias al permiso que me daba aquel tirante caído. Solo por el hecho del tacto de su pecho, de acariciarlo y liberarlo, mi miembro recobró su máxima dureza y María pudo entonces montarlo de nuevo, reiniciando aquella cadencia de su cadera, adelante y atrás.
Me cabalgaba mirándome fijamente a los ojos y yo miraba su cara morbosa, su teta libre y su teta tapada, y, no contento con el festín que me proporcionaba mi vista, recogía a veces la parte baja de su camisón, como si buscara debajo de un mantel, y me deleitaba con la visión de su coño engullendo mi miembro por completo.
—Cierra los ojos —dije solapando mis voz con sus leves suspiros.
Ella dejó caer entonces sus párpados, dispuesta a entregarse a su placer, pero yo tenía otros planes:
—Ahora dime cómo es el tal Carlos, ese.
—Uff… ¿te lo tengo que decir ahora?
—Sí… mientras te mueves así… con los ojos cerrados…
—Eres muy listo, tú… —replicó, sabiendo seguramente desde el primer instante por dónde iba yo.
Quizás para cumplirme el capricho, quizás para no romper el aura tierna que habíamos creado, María, sin abrir los ojos y manteniendo de forma impecable aquel ritmo lento, dijo:
—Pues… es un hombre mayor… cincuenta y pico… tiene casi todo el pelo blanco… así… en plan engominado… algo para atrás… Se cuida… no sé… Está metido en algo de hoteles y algunos restaurantes… No sé si son suyos o es socio…
—¿Está casado?
—No sé… No creo… Me tiene pinta de divorciado…
—¿Y eso? ¿Cómo es esa pinta?
—No sé… actitudes…
—¿Y qué más?
—Mmm… pues está moreno….
—¿Está bueno?
—Es un… viejo.
—¿Pero está bueno?
—No sé… igual fue guapo, sí.
—Y tiene pasta.
—Tiene dinero, sí…
María me montaba, desprendiendo un erotismo inenarrable. Con aquella teta cubierta por el camisón, pero reventando la seda con su pezón, y con su otra teta libre, pura, desnuda, con aquella areola majestuosa.
Yo hacía esfuerzos casi inhumanos por no correrme, a pesar de que el roce era mínimo.
—Vamos, respóndele —proseguí— queda con él. Solo es una comida de trabajo. Habrás tenido unas cuantas.
—Ya sé por donde vas… Y vas un poco rápido, ¿no?
—No…
—Sí… vas un poco rápido para retomar este tipo de cosas… hace no mucho estabas llorando para que no te dejase… —dijo, abriendo los ojos, burlona.
—No seas mala…
—Es que es pronto, Pablo. Vamos a dejarlo estar. Hasta el verano, o así.
—Venga, no es ni pronto ni tarde. Ha surgido así.
—No ha surgido nada… —dijo, recogiendo aquel tirante caído, cubriendo su pecho, pero manteniendo aquel ritmo sentido.
—Bueno, ya me entiendes, es justo lo que habíamos hablado de dejarte ver con alguien, que la gente alucine. Es morboso…
—No sé…
—Vamos… es una comida de trabajo. No tiene más. En el fondo sabes que es una tontería enorme… Sobre todo después de las cosas que…
—Vale… —interrumpió— es una chorrada comer con él, sí —dijo deteniendo su cabalgada, mostrando algo de hastío, como si quisiera contentarme solo para seguir con el acto sexual, tranquila.
—¿Le escribes? —dije buscando su teléfono, que yacía a mi lado.
—Escríbele tú ya… Ponle… vale, comemos mañana. Ah, no, espera. Mañana no puedo. Tenemos reunión a la una. Dile que pasado mañana. Que, por cierto, es la despedida de Edu.
—¿Ah, sí? ¿Donde? ¿Vas a ir?
—En una cervecería. Por supuesto que no voy a ir. El viernes por la tarde en el despacho será la última vez que le vea.
—¿Entonces qué le pongo?
—Ponle: mañana no puedo, comemos el viernes.
Escribí exactamente eso y, mientras María reiniciaba la marcha, leí en voz alta la respuesta de aquel señor:
—El viernes como con mi hija, es mi cumpleaños. Y tengo cena también. Pero podemos tomar un cocktail sobre las once. Solo te robaría una horita.
—¿En serio ha puesto eso? —preguntó, sorprendida, deteniéndose de nuevo.
—Literal.
—Madre mía.
—Dile que sí. Es perfecto. Además cuadra bien.
—¿Qué cuadra bien?
—Pues que justo en el momento en que Edu está en su fiesta, o lo que sea, tú estás haciendo un juego pero inofensivo y controlado… para ti y para mí… Es hasta justicia poética.
—¿Justicia poética eso? Se te va…
—Venga…
Se hizo un silencio. Esperaba su respuesta, pero no se producía. Ella volvió a cerrar los ojos y volvió a cabalgarme, sin embargo pronto aumentó el ritmo e, instantes más tarde, cambió su movimiento de adelante y atrás por el de arriba y abajo, cosa que me extrañó pues ella siempre había preferido el otro recorrido.
Yo llevaba mis manos a su culo, para ayudarla en aquel sube y baja, pero era inevitable que cada poco tiempo su cuerpo se saliera por el reducido tamaño de mi miembro. Cada vez que se salía, yo miraba hacia abajo y veía aquel coño, colosal, abierto, que no entendía por qué tenía que enfrentarse de nuevo a aquel rival exiguo e insuficiente.
Ni con la ayuda de sus dedos rozando su clítoris parecía cerca de alcanzar su orgasmo. Su sexo se movía ya en unas dimensiones que a mí me impedían notar absolutamente nada, así que le pedí que se tumbara boca arriba, recogí un poco su camisón y recordé nuestra primera noche de sexo, aquella en la que me afané durante bastante tiempo, con mi cara entre sus piernas.
Ella no rehuyó de mi maniobra, entendiendo que, sin fantasías, ni juguetes, seguramente era su única forma de explotar. Y me volqué, separando sus labios con mis dedos, lamiendo con dulzura sobre su sexo, golpeando su clítoris con mi lengua… succionando aquel punto y dejando brotar saliva por la entrada… hasta que comencé a notar cómo su respiración se agitaba y como una de sus manos bajaba a acariciar mi pelo.
Sus resoplidos me recompensaban, pero más lo hacía el sabor de su sexo en mi boca, así como el sonido encharcado de su coño. Me volvía loco y disfrutaba de aquel sabor, de aquel olor y de sus espasmos… y, cuando la sentí cerca de llegar a su clímax, me retiré un poco.
—Venga, escríbele —dije.
—Eres un idiota… —resopló… y cogió un poco de aire.
Nos miramos. Sus piernas abiertas. Su coño abierto. Su camisón recogido. Su cara acalorada.
—Venga…
Cogió entonces su móvil.
—¿Qué le pones? —pregunté.
—Le pongo: “vale, el viernes tomamos algo” —dijo al tiempo que tecleaba.
—¿Nada más? ¿No le pones que así celebráis bien el cumple?
—Vete a la mierda…
Volví a reptar hasta recuperar el sabor, el olor y el tacto de aquel sexo enrojecido. Separé más sus piernas, acaricié sus muslos y alargué mi lengua hasta llegar a límites a los que casi no llegaba mi miembro… Hasta que la hice explotar, en un orgasmo largo, sentido, cálido… adornado todo con suspiros que no llegaron a ser quejidos, en un sexo afable, otrora insuficiente, pero que la llegaba a colmar cuando era la María terrenal, no la diosa que sabíamos que se encontraba escondida.
Una vez ella había recibido su premio, yo, de rodillas frente a ella, comencé a masturbarme, cerca de su coño. Ella me miró entonces, de forma extraña, y recogió un poco la parte baja de su camisón para que no lo manchara, pero lo recogía muy poco, sabiendo que mis disparos no tendrían apenas alcance. Había en sus ojos un cierto desprecio y en aquel gesto un destello de su morbo por humillarme. Con su mirada y su gesto me decía: “Sé que tu corrida va a ser pobre, no como la de Roberto, no como la de Edu, no como la que tantos podrían darme.”
Yo, masturbándome casi con fiereza y contraatacando a su desprecio, dije:
—¿Tienes una cita entonces?
—Sí… Vamos, córrete…
—¿Está bueno el viejo? ¿Te pone?
De golpe el acto se nos hacía sucio. Yo lo ensuciaba, pero sentía que ella había empezado.
—Si consigues mancharme el camisón me visto como quieras para quedar con el viejo… —dijo, mirándome fijamente, con sus piernas abiertas, con su coño enrojecido, con su vello púbico apelmazado y húmedo… y lo dijo con soberbia, con chulería, casi impertinente.
—¿Estás segura…? Mira que puedo tener mucha imaginación —dije una vez me repuse un poco de su jactancia y aminorando mínimamente el ritmo de mi sacudida.
—Sí, segura.
—Además… llevo tiempo sin… descargar.
—¿Ah, sí? ¿No has hecho nada tú solito estas semanas?
—No… —mentí… pues algo sí había hecho, alguna mañana, en la ducha, de forma furtiva. Lo dije mientras resoplaba… masturbándome frente a ella, la cual no se movía, allí, expuesta, y con aquella soberbia de quien se sabe poderosa y, sobre todo, ganadora.
—¿No?
—No… la última vez fue… En el hotel, con Roberto… Ya sabes… Mientras me comías el culo, ¿Te gustó aquello? A mí sí…
—Venga, acaba ya —interrumpió.
Nos mirábamos fijamente. Ella con la parte baja de su camisón mínimamente recogido, con su coño abierto…Yo de rodillas, entre sus piernas.
—No hagas trampas. No te acerques.
—No hago trampas —respondí— mientras mis pensamientos iban precisamente a aquella locura con Roberto, a cómo nos había dirigido, a su antojo; a la imagen de yo, en cuclillas, con mi ano sobre la boca de María, y ella lamiendo allí… y yo eyaculando sobre ella.
—Venga, cerdo, córrete ya. Sabes que desde ahí no llegas a mancharme —me provocó, y yo supe que no había vuelta atrás, ni en mi orgasmo, ni en aquella María a la que le excitaba humillarme, y brotó de mí una gota blanca que apenas descendía por el glande y otra gota que atropelló a la primera e hizo que se fusionasen y ambas descendiesen con rapidez por el tronco de mi miembro hasta caer sobre la cama, y un tercer impulso brotó de mí y lo sentí volar… y ese disparo aterrizó sobre su coño, sobre su vello púbico, a unos lejanos quince centímetros de su camisón. Los últimos coletazos de placer apenas contenían traducción tangible, pero me hicieron cerrar los ojos y disfrutarlos con una entrega y un placer inmensos.
Se hizo un silencio que solo se veía alterado por mi respiración agitada. Y sentí un poco de frío, como solo siento cuando el orgasmo es especialmente placentero.
—Voy a por papel —escuché de pronto, en un tono afable, drásticamente diferente. Ella cambiaba de una a otra María con una rapidez y una facilidad pasmosa.
Aquella noche me acosté pensando que su plan era lógico y meditado. Pensé que era más inteligente dominar nuestro juego, llevarlo por cauces privados e inofensivos, que luchar contra él. Y es que ni siquiera en aquella noche que apuntaba a melosa, con aquel camisón que nos tele transportaba a nuestros tiernos comienzos, se había completado el acto con inocencia de principio a fin.
Además había salido de allí una ramificación del juego, con el tal Carlos, que quizás pudiera tener, por fin, unas consecuencias morbosas, pero controladas.
Sentí que por primera vez yo no quería que pasase absolutamente todo y a la mayor celeridad posible.
Seguramente aquello obedecía a que aún me estaba recuperando del shock de sentir que la perdía.