ISA HDEZ
Fluían los recuerdos del ayer en su mente esa tarde desapacible otoñal, mientras contemplaba abstraída el tintineo de la llovizna en el cristal de su ventana, de vieja madera cuadriculada, resbalando como perlas que morían una tras otra, como si le quisieran enseñar que así de efímera era la vida. Por delante del ventanal desfilaba aquel pueblo morisco, a las faldas de las montañas, que culminaba en forma de pico en lo alto desde donde se divisaba como se desparramaba y crecía hacia la base piramidal. Desde ese lugar, acudía Iris cada tarde a lo largo del tiempo, para observar la casi imperceptible figura de su amado Adel, mientras asomaba por una de las callejuelas entre casas color hueso de techumbres cubiertas de tejas, y seguía por la calzada que lo llevaba a otra ciudad donde aprendía su futuro para ella que, lo aguardaba en su corazón que reverberaba en su pecho como su tesoro más preciado, y que, solo con el pensamiento, unidos por la distancia, los dos sabían que en ese instante estaban conectados con la fuerza que ata los lazos del amor, como si de un diamante se tratara. Cuando lo perdía de vista, entonces, Iris, erguida, con los ojos vidriosos y el paso ligero y firme, se retiraba del mirador y esperaba al nuevo día con la resignación sumisa que requería el recinto de su existencia. No faltaba ni un solo día a la cita del lugar alto, lo vivía como lo que debía acontecer, y se sentía por ello afortunada, agradecida y esperanzada. ©
Muchas gracias.
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