HOMBRE SUPERFLUO

La leyenda de la ciudad sin nombre

Aún recuerdo cuando las puestas de sol nunca llegaban lo suficientemente rápido. Cuando los días comenzaban a partir de las diez de la noche y las mejores vistas provenían de algún bar ruidoso que apestaba a tabaco. Pocas veces se cumplían las expectativas creadas y ninguna relación que mereciera la pena jamás salió de ningún tugurio, pero hubo un tiempo en el cual soñaba con el gran apagón permanente.

De toda pesadilla uno acaba despertando y ahora espero el amanecer con el mismo afán que antes aguardaba la noche. No me gusta y por eso detesto llegar a una ciudad que no conozca una vez haya oscurecido. Así aparecimos en Samarcanda, tras un trayecto de varias horas en tren desde la capital, Taskent.

El nombre de la ciudad posiblemente sea de los más bellos que haya escuchado nunca y con toda seguridad, aparecerá en las listas de ciudades con denominaciones más evocadoras, porque ya se confeccionan listas de cualquier cosa. Incluso la sonoridad de las palabras no puede escapar de formar parte de unas estadísticas sin sentido, que intentan cuantificar con precisión lo imponderable. De todas formas, nunca he necesitado lo mejor, nunca me ha gustado la soledad del número uno.

Unas letras enormes iluminadas de metacrilato, en las cuales se leía SAMARKAND, nos recibieron en la estación de tren, para así dar a entender que a pesar de la historia milenaria, eso que se quiere llamar modernidad también ha llegado a Uzbekistán.

Pasamos un arco de seguridad que no funcionaba, pero adornaba. Salimos a la calle, al enjambre de taxistas que siempre acompaña a la llegada de cualquier medio de transporte. En este viaje nos limitamos a negociar con el primero que supiera algo de inglés. Aquel día le tocó a un hombre bajito que podría haber salido de Litte Italy. Su pelo repeinado con gomina, su desdén a la hora de fumar, su camiseta interior blanca sin mangas, su barriga alicaída y una sobredosis de colonia recordaban a los taxistas con ascendencia italiana que hayan podido aparecer en cualquier película ambientada en Nueva York que se precie. Del asidero del asiento trasero colgaban dos miniaturas de guantes de boxeo que cumplían aun más con el tópico imaginado. Pudo haber sido algo en aquel deporte, pero su adicción al alcohol truncó una prometedora carrera y ahora llevaba a gente de un lado para otro, aguando sus penas con los clientes, mientras sacaba el cigarro por la ventanilla y el humo quedaba atrás junto a su pasado. No dijo ni una palabra, pero no hacía falta, ya lo pude imaginar yo.

El trayecto nocturno por la parte moderna de la ciudad podría haber sido igual al de cualquier capital. Tras el ocaso diario, las ciudades se confunden unas con otras, como los años en la edad adulta. A nuestro paso no quedaban restos del temible Tamerlan, el hombre más importante sobre la faz de la tierra durante el siglo XIV, descendiente de Gengis Khan y cuyo imperio timúrida asoló toda Asia Central desde Samarcanda, incluido al imperio turco. Memorable fue la batalla de Ankara en 1402 en la que Bayaceto I sucumbió y ya prisionero, el líder depuesto era utilizado cual taburete para que Tamerlan se subiera a su caballo. Murió a las pocas semanas. Hay humillaciones de las cuales no se pueden salir vivo.

Tampoco quedan restos de Ruy González de Clavijo, embajador del rey Enrique III que llegó a entrevistarse con Tamerlan para intentar convencerle de que Castilla podría ser un buen aliado contra los turcos. Se ve que el gran Khan no necesitó la ayuda castellana, pero los viajes del emisario europeo sirvieron para quizá comenzar la leyenda de esta ciudad con nombre.

Llegamos a nuestro hotel en un callejón con espacio para un único vehículo, pero sin que estuviera prefijado el sentido de circulación. Mientras nuestro taxista comprobaba que no disponía de cambio, otro automóvil quiso pasar y en vez de meter prisa con el claxon, el conductor nos ofreció los billetes que necesitábamos.

El hotel se encontraba cerrado a cal y canto y una vez más tuvimos que aporrear la puerta hasta que alguien se despertara. Los turnos de noche en los establecimientos asiáticos siempre los cubren los menos espabilados del lugar. Nunca saben nada de reservas, simplemente se limitan a conducirle a uno hasta una habitación cualquiera y otro arreglará el desaguisado al día siguiente.

En esta ocasión se trataba de una habitación alargada con una puerta enclenque en la entrada que poco importaba si se cerraba el pestillo o no, porque que era casi traslucida. Un ventilador con aspecto de aire acondicionado que ocupaba lo que una persona gruesa parecía transmitir más enfermedades y estrépito que frío, así que lo dejamos descansar. Posamos cada mochila sobre una cama distinta y aun así quedaban otras tres libres, por si acaso durante la noche apeteciera cambiar. Solo esperábamos que a nuestro anfitrión no se le ocurriera llenarla con más gente, al igual que a veces ocurre en los restaurantes o en los taxis.

El baño también parecía kilométrico. Desde el inodoro se divisaba la ducha a leguas de azulejo llano. En el grifo del lavabo, un poro permitía que un chorro supletorio díscolo mojara todo excepto lo que se quisiera limpiar. Se parecía a los artículos de broma inocentes de antaño que consistían en una rosa que mojaba a quien la oliera, o como la cámara de fotos de pega con la que un día mi primo y yo humillamos sin querer al portero de los pisos en los que vivía mi abuela cuando éramos niños. Se enfadó cuando acabó empapado después de posar sonriente para ser retratado en aquel portal de la calle Juan Ajuriaguerra de Bilbao. Solo espero que en realidad se prestara a entrar en de nuestro juego con resignación, que no fuera fruto de la ingenuidad de la época. De no ser así, me apena pensar que cuando se atusaba el pelo y se colocaba la chaqueta, estuviera pensando en la foto que le fuera a enseñar a su mujer. Por otro lado, me cuesta creer que unos trozos de plástico sacados posiblemente de cualquier quiosco engañaran a un adulto.

Por la mañana, toda percepción de los sitios mejora. La del hotel también. Un pequeño tragaluz al lado de la ducha comunicaba con el comedor, en el que ya se escuchaban todas las conversaciones propias de los hoteles cochambrosos asiáticos para occidentales, que versan sobre los modos auténticos de viajar frente a los falsos. Yo solo conozco dos formas de viajar: la barata y la cara y las dos son igual de reales. La única falsa consiste en quedarse en casa y asegurar que has ido.

El desayuno fue suculento, en una terraza con vistas a cúpulas azul turquesa que ya parecían mostrarse ansiosas por querer reflejar el calor futuro del mediodía. Cuando terminamos, se acercó un huésped solitario de mediana edad que nos empezó a hablar. Provenía de Madrid y llevaba un tiempo recorriendo Uzbekistán. Se ve que necesitaba comunicarse en su idioma, aunque solo fuera unos minutos y para enumerar los sitios visitados. Enseguida se sabe si la conversación ha sido cubierta por un sudario y lo más digno consiste en callarse y dejarla morir. Nada se puede hacer por salvarla, pero siempre resulta difícil hacer lo correcto y el momento se convierte en un esperpento que languidece.

Antes de salir a visitar la ciudad, nos pidieron rellenar todos los papeles que dejamos de lado la noche anterior. Ocurrió en otra más de las oficinas que dejan entrever una vida personal con comodidades exiguas de quien la ocupa. En Uzbekistan resulta común ver escritorios que nunca han sido ordenados, ni se utilizan, al lado de camastros en los que no se distingue si durmió alguien la noche anterior o la última vez fue hace quince años, siempre junto a un televisor que si funciona o no, parece no importar.

Partimos. Los callejones peatonales estrechos filtraban lo peor del sol, mientras mujeres regaban el pavimento terroso salpicando gotas de agua de un cubo. Los niños correteaban y de pronto llegamos a las grandes avenidas sin resguardo posible, ni del sol, ni del tráfico. Solo los altos bordillos nos defendían de los coches, pero sin embargo siglos de vida nos separaba de lo que se imagina uno al pensar en Samarcanda. Quizá se deba a su lejanía, a la mitificación de ciudades como Tumbuctú, que aunque parecen fruto de la imaginación, a lo Atlántida, sí existen, pero en zonas algo remotas. Sin embargo, al final, en todas las ciudades se encuentra uno con el tráfico aparatoso y así debe ser, ya que de lo contrario, algunos se acercarían más a la edad de piedra, mientras otros van en automóvil. Después de despojarse de la decepción inicial, ya se puede caminar tranquilamente por las zonas más históricas e intentar aprovecharlo todo igualmente. Supongo que la misma desilusión y con más razón, se llevaría algún descendiente de los Omeya al visitar Córdoba y contemplar una catedral incrustada dentro de la gran mezquita. Siempre nos comportamos con condescendencia. Creemos y queremos que los demás no progresen, que se queden estancados en un pasado incómodo, con burros en vez de vehículos motorizados, para luego pensar que envidiamos su forma sencilla de vivir.

La plaza del Registán fue lo primero que encontramos que recordara a tiempos pretéritos. Consta de tres grandes madrasas construidas en diferentes épocas entre los siglos XV y XVII y que rodean a un patio enorme. Todas se concibieron después de que Tamerlan convirtiera a la ciudad en su capital. La primera la edificó su nieto Ulugh Beg, que pasó a la historia por su afición a la astronomía, más que por sus dotes de mando. Enfrente de la imponente escuela islámica de cúpulas azulejadas, se erigió dos siglos después otra idéntica que se ornamentó con motivos animales, aunque prohibidos por el islam, en cuya arquitectura casi siempre solo florece una geometría exquisita adornando. La tercera y última se construyó unas décadas después que la segunda por el mismo Emir Yalangtush.

Una vez más, las diferentes aulas de las madrasas se han convertido en el eterno bazar de lo inútil. Sentados bajo la pobre sombra de un árbol pudimos escuchar a un español comentar a sus amigos lo bien que le iba a venir la bandeja plateada con inscripciones de Samarcanda que acababa de comprar para servir los berberechos. ¡Yo que pensaba que el anhelo por el souvenir había muerto gracias a la globalización!, como cuando murieron las ganas de silbar al inventarse los auriculares. Se ve que en España todavía quedan románticos, con lo cual cabe la esperanza de que aún pueda escuchar la gran frase de Lauren Bacall que enamoró a Humphrey Bogart y que inspiró la que inscribió éste en un silbato de oro que le regaló el día de su boda: “Si me necesitas, silba”. Fue triste que Lauren Bacall finalmente tuviera que devolverle el silbato y posarlo sobre su ataúd el día de su funeral.

Cruzar la plaza del Registán en pleno agosto conlleva una posible deshidratación inminente, con lo cual fuera del complejo y bajo unos árboles infinitos llenos de estorninos, los uzbekos compran helados y los degustan en las numerosas mesas colocadas para la ocasión. Mereció la pena la cola, la espera, porque a pesar del estruendo creado por la bandada de pájaros, el momento fue relajante. Siempre reconforta observar a unos abuelos que comparten helados con sus nietos. Los extremos siempre se atraen y aunque unos parezcan ajados por los años y los otros inconscientes, cuesta distinguirlos.

Una de las desgracias recurrentes de todo viaje suele ser terminar caminando por calles sin interés alguno. Ocurre de forma natural, por la pereza que conlleva buscar un lugar bonito y sin darnos cuenta vagamos por los extrarradios, por los desiertos urbanos, los no lugares de los que hablaba un antropólogo francés, aunque él se refiriese a otro concepto algo más profundo, relacionado con la incomunicación. Estos sitios, llenos de talleres de coches, tiendas de tornillos e incluso barberías ponen de los nervios a Noe. Siempre parezco yo el culpable que busca adrede la posibilidad de comprar un melón a un anciano que los vende desde un somier de muelles sin colchón, pero tampoco es así. En vez de volver hacia atrás, solemos seguir adentrándonos en lo anodino para intentar salir por el otro extremo, pero acabamos por resignamos y tomar un taxi.

A veces cuesta encontrar uno en las zonas menos concurridas. Nos subimos al primero que paró, pero no hablaba nada de inglés. Le comentamos que queríamos ir a las ruinas de Afrosiab y asintió con la cabeza. Al igual que en otras ocasiones, el taxista aprovechó la carrera para recoger a más gente. Se subieron y bajaron un universitario, una anciana y un señor con una niña pequeña que volvían a su casa después de hacer la compra. Entre ellos hablan distendidamente, mientras que la niña se durmió en brazos de su padre y empezó a transpirar, gracias a la falta de aire acondicionado y unido a una nutrida concurrencia. El taxi paró y nos señaló nuestro supuesto destino, pero no parecían una ruinas, sino uno hotel de lujo llamado Afrosiab. Le hicimos un gesto con la mano de que no queríamos ir a ningún hotel, sino a las ruinas del mismo nombre. Con resignación, siguió en la tarea de buscarlas. La niña parecía haber fallecido, no se movía, solo el sudor creciente indicaba que seguía con vida. Su padre sonreía detrás de un bigote y el taxista conversaba con otros conductores en los semáforos. No sabíamos si de sus cosas o de las ruinas que buscábamos. Después de deambular durante lo que parecieron horas y de recorrer lugares más ignotos de a los que habíamos llegado a pie, se bajaron el padre y la niña con sus bolsas de plástico. Ya nos encontrábamos solos con el taxista, pero sin ruinas, delante de unos columpios oxidados que ya nadie utiliza, porque a los niños uzbekos no les interesan ni los columpios, ni los parques de atracciones. Todos parecen abandonados hace décadas. Lo contrario que nuestro taxi, que por un módico precio nos llevaba entreteniendo cual tren de la bruja. En Asia nadie se pone nervioso nunca, nadie se rinde y los destinos siempre terminan por aparecer tarde o temprano.

Las ruinas no fueron para tanto, nunca lo son. Volvimos caminando al centro y a nuestro hotel. En lugares calurosos, al atardecer siempre brotan las personas de sus casas y las ganas de vivir, pero a mí me sigue sin gustar la noche por mucho que baje la temperatura.

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