ANA MADRIGAL

“Amo a aquel que ama lo imposible”.

Fausto. Johann Wolfgang von Goethe

 

Para Federico no fue fácil asimilar la pérdida de sus padres y el despido de su trabajo, ocurridos ambos sucesos con unos pocos meses de diferencia. Aunque desde muy joven dijo que quería tener casa propia, había dejado pasar los años sin hacer nada por independizarse y a los treinta y cinco años abandonó sus planes para un futuro mejor. Con la ayuda de su madre, vació la buhardilla de trastos viejos, pintó las paredes del color del cielo en primavera, compró una cama tan grande que en ella podían dormir cuatro personas holgadamente y llenó la habitación de estanterías para sus libros. En aquella estancia pasaba casi todo el tiempo que no le robaba su trabajo como contable en un negocio de compraventa de coches de segunda mano. La juventud y buena parte de la madurez se le fueron lamentándose ante sí mismo de su vida gris y solitaria pero nunca hizo nada por ponerle remedio. Vio cómo sus amigos del colegio se enamoraban y casaban con mujeres que habían conocido desde niñas mientras que a él lo dejaban atrás hasta convertirlo en un extraño.

Con el tiempo se tornó huraño. No se relacionaba más que con tres o cuatro parroquianos de una taberna cercana a la casa de sus padres con quienes jugaba una partida de mus las tardes de los domingos. Llegada la noche, permanecía en la salita de su casa, aburrido ante el televisor, oyendo sin escuchar las conversaciones de sus padres; siempre las mismas, año tras años. Hasta que su madre empezaba a cabecear. Entonces tenía que ayudarla a subir los cuatro escalones que la separaban de su dormitorio y se quedaba junto a ella esperando a que su padre se acostara.

Ya solo en su cama gigantesca dejaba volar la imaginación y fantaseaba con una vida lejos de allí. Soñaba que conquistaba países exóticos a lomos de un caballo negro como el firmamento sin estrellas; que se dejaba amar por mujeres de largos cabellos cobrizos, cinturas cimbreantes y labios jugosos; que borraba su pasado y se transformaba en un nuevo Rodolfo Valentino. Luego, de repente, despertaba de su sueño. Miraba a su alrededor y se sumergía en el presente. A su mente acudía la imagen de sus padres indefensos por su avanzada edad y lo corroía la culpa, que lo acusaba de hijo egoísta y desagradecido.

La muerte de sus padres lo sorprendió en una época en que creía haberse conformado con su destino. No la esperaba, a pesar del delicado estado de salud de ambos. Primero se apagó la vida de su madre, que se durmió una noche para no despertar más. El padre quiso velarla a los pies del lecho conyugal y, pese a las protestas de Federico, no se movió de su lado hasta dos días más tarde, cuando la muerte vino a buscarlo compadecida de su soledad por la partida de su esposa.

Federico, de pronto, se sintió golpeado por el vacío de su vida. La aguja de su brújula interior giraba enloquecida sin acabar de detenerse en ningún punto. Entraba en una habitación y se quedaba parado en medio sin saber qué buscaba, salía y volvía a entrar desorientado para volver a salir al momento. Las horas pasaban a su lado sin percatarse si era de día o de noche. Por las mañanas, permanecía con la mirada perdida en el infinito en tanto en su mesa de trabajo se amontonaban facturas sin revisar. Por las tardes se dejaba caer en cualquier sitio.

Al principio, su jefe se mostró comprensivo e, incluso, le dio unos días libres para que resolviera los asuntos de sus padres. Pero, con el paso de las semanas, se volvió más y más exigente, hasta que un error en dos facturas precipitó el despido de Federico.

A partir de entonces, se confundieron los días, el reloj cesó de dar las horas y él se sumergió en un estado de estupor que le hizo olvidar que tenía que seguir viviendo. No era raro verlo caminar por el espigón hasta bien entrada la madrugada. A paso rápido, la mirada al frente, los brazos balanceándose hacia delante y hacia atrás. Mientras la vida seguía su curso en la pequeña ciudad, Federico caminaba sin descanso por las calles hasta que, vencido por el agotamiento, tomaba el camino que lo llevaba de regreso a casa. Allí lo esperaba la densa presencia de la ausencia que le aplastaba los hombros hasta hacerle casi tocar el suelo. Medio aturdido, subía las escaleras que le conducían a la buhardilla y, cuando alcanzaba la cima, se dejaba caer en la cama sin desvestirse ni quitarse tan siquiera los zapatos.

Muchas veces, en las largas noches, lograba dejar la mente en blanco mientras, con la vista fija en el techo, acababa hechizado con las figuras que se formaban sobre la superficie rugosa cuando la habitación se iluminaba por el paso de los coches que transitaban por la carretera: una pipa humeante, un molino de viento, una noria… Luego de nuevo la oscuridad hasta que los faros de otro automóvil traían con su luz la silueta de más figuras. Aquel juego de luces y sombras fue convirtiéndose en su razón de ser. Esperaba con ansiedad la llegada de la noche sólo por encontrarse con esas imágenes fabulosas que forjaba su mente con la ayuda de un haz de luz y la superficie informe del techo abuhardillado. Pronto descubrió que, si dejaba ascender el humo rizado de su cigarrillo, las imágenes cobraban volumen y se llenaban de color: se hacían más vívidas. Entrecerraba los ojos y exhalaba un aro de humo que se elevaba hasta casi tocar la línea donde se juntaban las paredes inclinadas del techo. Entonces le parecía ver la figura de un tren que entraba en un túnel dejando a su paso una estela de vapor.

Llevaba tres semanas recreándose con aquel juego de luces y sombras cuando apareció ella. Vino precedida de la mayor calada al cigarrillo que había dado jamás. Primero entrevió la línea ondulante de unas caderas que ascendía sinuosa hasta perderse en unos brazos que se movían gráciles al ritmo de una melodía silenciosa. Se incorporó de la cama con la intención de percibir mejor la insinuante figura pero, antes de vislumbrar siquiera fugazmente el contorno de su rostro, la imagen se desvaneció entre el humo del cigarrillo. Al día siguiente, se le presentaron unos ojos rasgados, al otro, una mano de largos dedos y al otro, la figura al completo. Cintura estrecha, piernas kilométricas, pies descalzos y cabello ondulado que caía rebelde sobrepasando los hombros. Noche tras noche, la imagen se formaba lentamente desde la primera calada y el corazón de Federico se detenía hasta que vislumbraba el rostro de la mujer. A veces le parecía descubrir en sus ojos la dulzura de la Venus de Botticelli; mas, un segundo después, clavaba su mirada en él con la perversidad de Jezabel.

La vida de Federico dejó de ser vida sino era en los momentos en que se hacía presente la dama misteriosa. Durante días, apenas salió de la buhardilla sólo por sorprender la silueta que lo hechizaba. Si la luz del sol iluminaba la estancia, cubría la ventana con una gruesa cortina y dejaba colarse la brisa entre sus pliegues, que, en su vuelo, sugerían el perfil de la evocadora imagen. Sólo en ocasiones salía a dar un largos paseo por la ciudad y entonces se sorprendía a sí mismo buscándola entre la gente. En estos paseos, no era raro el día en que creía adivinarla doblando una esquina. Una rama agitada por el viento le hacía pensar en la gracia de su cuerpo al moverse y el roce de una mano al pasar por la concurrida avenida que conducía a la Plaza del Mercado lo colmaba de una loca esperanza.

En su largo deambular por la ciudad, una mañana se detuvo ante el escaparate de una tienda de antigüedades. Un cuadro de enormes dimensiones destacaba entre un baúl de madera policromada, un mantón de cachemir de vistosos colores y una colección de caracolas marinas. Federico no podía creer lo que veían sus ojos. Sobre un fondo oscuro, sobresalía el retrato de una mujer de edad indefinida entre los veinte y treinta años. Una mujer inquietante. En un primer vistazo sorprendía que, en la misma persona, se conjugase la dulzura de su rostro con la exuberancia de sus caderas, pero una mirada más atenta le descubrió la armonía del conjunto. Federico quedó prendado de sus ojos rasgados color cobalto con un destello de luz blanca en el mismo centro de la pupila. Desvió la mirada por los brazos en los que ajorcas de oro repujado apenas dejaban ver unos centímetros de piel: unos brazos que se elevaban sobre su cabeza y terminaban en unas manos que parecían querer acariciar el cielo. Iba vestida con una túnica blanca casi transparente con un cordón dorado que le ceñía una cintura desmesuradamente estrecha. Se perdió entre las piernas esbeltas y terminó en sus pies que, descalzos, iniciaban una danza. Federico ascendió hasta enredar la mirada entre la larga cabellera negra y volverse a perder en los ojos de mirada seductora. Dio unos pasos hacia atrás para contemplarla mejor. Por un momento le pareció que la bailarina, la misma mujer que cada noche lo visitaba en su buhardilla, tendía sus brazos hacia él y ladeaba la cabeza en un gesto de súplica. No fue más que un instante: suficiente para que se detuviese su corazón. Mas una nueva mirada restableció la quietud.

Sin aliento, no supo qué hacer. Sentía que aquel cuadro le pertenecía pero no se atrevió a entrar en la tienda para preguntar por él. Intuía el carácter exclusivo de la tienda y temía que el precio de la pintura no estuviera a su alcance. Con la decepción pintada en sus facciones, se dejó caer en el banco que había frente a la tienda y estuvo contemplando el rostro de la mujer hasta que, ya anochecido, bajaron la persiana del escaparate.

Aquella noche olvidó los juegos de luces y sombras, aunque no durmió mucho pensando en la turbadora pintura. En cuanto llegó la mañana, salió hacia la callejuela en la que se encontraba la tienda. En su ansiedad por llegar cuanto antes, equivocó el camino. Por un momento, lo invadió el pánico al no reconocer las casas que lo rodeaban. Miró en torno a sí asustado. Buscó alguna persona para preguntarle por dónde tenía que ir, pero, antes de dar con ella, vio la farmacia a la que solía acudir su madre y pudo ya orientarse.

Ese día y los que siguieron los pasó sentado en el banco frente a la tienda de antigüedades extasiado ante la belleza de la bailarina de las ajorcas. Como, para entonces, no hablaba con nadie, a nadie pudo contar que la bailarina del cuadro le dedicaba miradas amorosas, que ladeaba la cabeza, fruncía los labios y le enviaba un beso antes de regresar a la inmovilidad del cuadro y a su mirada fría e indiferente. Federico, encandilado, no abandonaba su puesto hasta llegada de la noche, cuando el dueño cerraba la tienda de antigüedades.

Una de esas noches, Federico se armó de valor y se presentó ante el anticuario con el fin de preguntarle el precio del cuadro. Tres mil setecientos cuarenta euros, le dijo. Una fortuna para alguien como él que apenas vivía con el subsidio por desempleo. Durante semanas estuvo dándole vueltas a la manera de hacerse con la pintura. Recontó los billetes que guardaba en una caja de madera bajo la cama para alguna emergencia. ¿Qué mayor emergencia que llevar a casa a la dueña de su vida?, pensó. Pero, como ya sabía, sus esmirriados ahorros no llegaban a los ochocientos euros. Sacó del joyero de su madre las cuatro alhajas que conservaba de ella y las mandó tasar en una casa de empeños pero ni el collar que con tanto orgullo lucía en las ocasiones especiales era de perlas auténticas ni la sortija que le trajo su padre de un viaje a las islas era de oro. De tan pequeño tesoro sólo merecían la pena una medalla de la Virgen del Rosario y la pulsera que le regaló una prima con motivo de su boda. Pero no obtuvo por ellas más que unas decenas de euros.

Al borde de la desesperación, acudió a su banco en busca de un préstamo. La cabeza le dolía hasta no poder resistir el ardiente clavo que le atravesaba las sienes y la culpa le cosquilleaba el pecho. Nunca había pedido dinero prestado siguiendo las enseñanzas de su padre, que se enorgullecía de no deber nada a nadie. Lo que no sabía era que, por estar desempleado, le iban a poner tantas trabas antes de concederle el préstamo. Tuvo que suplicar, escuchar condiciones incomprensibles y firmar cientos de documentos con el fin de que le dieran el visto bueno si ponía como garantía la casa de sus padres.

Con el dinero en el bolsillo, salió del banco en el momento en el que caían las primeras gotas de lo que sería un fuerte chaparrón de verano. Un temor supersticioso se adueñó de Federico. ¿Y si aquella lluvia incipiente no fuera sino las lágrimas de su padre que, desde el cielo, lloraba su comportamiento imprudente? Aligeró el paso por la acera para ahuyentar tan lúgubres pensamientos y la evocación de la imagen de su amada hizo que olvidase sus temores.

En pocos minutos se presentó ante la tienda de antigüedades. Casi se detuvo su corazón cuando dejó descansar la mirada en el escaparate. ¿Dónde habían llevado a su amada? En lugar del retrato de la bailarina, un horroroso reloj se burlaba de él. Sobre un pie de mármol verde, ofendía la vista de los viandantes con sus azules y dorados estridentes. Era tan feo que hubiese sido repudiado por el mismo Luis XV, tan devoto de tales excesos. ¿Sería posible que hubiesen vendido su cuadro? Entró en la tienda presa del pánico y allí estaba, arrumbado en un rincón medio oculto por el mantón de cachemir. Sin detenerse siquiera a saludar, puso sobre el mostrador el fajo de billetes que le habían dado en el banco. El anticuario pareció asustarse ante aquel cliente de rostro alucinado. Mas, tras respirar hondo, Federico logró convencerlo de que le vendiese el cuadro de sus desvelos: “Salomé”, así dijo el dueño de la tienda que se llamaba la danzarina.

Se lo llevaron a casa esa misma tarde. Estuvo dos días buscándole un lugar digno de ella. Su buhardilla le parecía poco elegante, la habitación de sus padres, nada adecuada y el dormitorio de invitados, muy frío. Finalmente, lo colgó en el salón y puso frente a él el sillón orejero donde solía cabecear a la hora de la siesta su padre. Aquel lugar se convirtió en su dormitorio, su salón, su comedor. No se apartaba de Salomé más que para hacerse un bocadillo con lo primero que encontraba en la cocina. Su vida se consumía en el deseo no siempre satisfecho de ver a la bailarina danzar para él desde su marco en la pared. Con los ojos bañados en lágrimas, seguía el vaivén de sus caderas voluptuosas, el vuelo de sus manos juguetonas y la caricia de su melena en sus hombros. Federico hubiese entregado su vida con placer si la mujer de pérfida mirada hechicera hubiera pedido su cabeza a un Herodes cualquiera. Con gusto hubiera ofrecido su cuello al verdugo sólo por saberse objeto de los pensamientos de su amada. Pero a ella no parecía importarle su hondo amor. Mientras lo seducía con su sugerente baile, le dirigía despreciativas miradas.

En tanto Salomé bailaba su danza, Federico no se atrevía apenas a moverse. Bastaba con que alargase la mano para que la mujer regresase a su hierática quietud, que era como una muerte; perderla sin haberla tenido. Salomé se le escapaba cada noche mientras él se consumía de deseo. Su cuerpo ardía como una antorcha encendida anhelante de un abrazo y sus labios no deseaban otra agua que apagase su sed que la de los besos de su amada. En alguna ocasión, logró armarse de valor y, mientras Salomé bailaba su danza sensual, Federico quiso llamar su atención. Mas ni el llanto ni los gritos le arrancaron una sola caricia. No consiguió con ello sino que Salomé se refugiase en la inmovilidad del cuadro. Federico, entonces, se alzó ante ella y la cubrió de besos ardientes que le dejaron frustrado ante la frialdad del lienzo.

Una noche, su amada escuchó sus súplicas. Con paso insinuante, bajó del marco y se arrodilló ante Federico, que la miraba lleno de deseo desde el sillón orejero. Salomé le acarició la mejilla con el dorso de su mano derecha. La sortija con el lapislázuli le rasgó la piel y un hilo de sangre humedeció sus labios. Como si de un delicioso néctar se tratara, ella acercó la boca a la suya y libó el líquido rojo. Los labios de Federico se abrieron como una rosa roja y respondieron al apasionado beso antes de que su mente fuera consciente de la dicha que lo embargaba. Sus manos recorrieron la línea de su talle y, sin pedir permiso, desciñeron su cintura. La túnica de seda cayó a los pies de la bailarina y, cuando Federico, contempló su alba desnudez, la oscuridad cubrió su abrazo de amor.

***

La noticia corrió con celeridad por toda la ciudad. Tras un mes sin que los vecinos supieran nada, la policía entró en la casa de don Federico Bautista. Un pestilente olor a podredumbre les dio la bienvenida. Nadie respondió a los gritos de los agentes. En la cocina, los restos de comida habían atraído a un batallón de hormigas que, de manera ordenada, formaban cientos de hileras de disciplinados soldados. Toda la casa estaba a oscuras. Los dormitorios cerrados, con las persianas bajadas para que la luz del sol no alterase la paz de los muertos que una vez descansaron en sus camas. Al final de un largo pasillo, una puerta estaba abierta. Entraron los dos policías seguidos del vecino que se había ofrecido a acompañarlos.

Allí estaba don Federico Bautista. En el suelo. Abrazado a un cuadro. Y muerto desde hacía una semana. No había signo alguno de violencia sino un leve rasguño en su mejilla derecha.

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